Buenos días, martes negro


NO SÉ CÓMO SERÁN LAS COSAS EN EL PAÍS DONDE USTEDES VIVEN, pero acá siempre es martes. No añoro otra cosa que los tranquilos lugares en que hay domingos solariegos, sábados festivos, lunes de pereza o de trabajo. Pero aquí sólo hay y habrá martes, terribles días que comenzarán previsibles en mi cama, húmeda por el sudor, producto de la noche sofocante.
Tras abrir los ojos, caminaré hacia el baño, seguro de que mi esposa se levantará hasta las siete y media, se me pegaron las sábanas, vas a llegar tarde al trabajo, ahorita está tu desayuno. La veo preparando el café, que implacablemente se habrá de enfriar, porque no desayunaré para no llegar tarde al trabajo. Tampoco tendré tiempo de despedirme de los niños.
Distraído, manejaré de manera automática. Al bajar le daré las llaves del auto al acomodador, que mecánicamente lo estacionará entre otros dos. A veces pienso que, aparte de mí, él es el único que sabe lo que pasa, que advierte que el Tiempo se ha descompuesto y repite como disco rayado una y otra vez este día absurdo. Lo creo, porque observo la total indolencia con que toma las llaves, la absoluta falta de cuidado con que se echa de reversa, sin ver el retrovisor, la forma descuidada en que abre la portezuela, que sin embargo no choca con el auto vecino.
Sólo por costumbre, como un ritual, observaré los periódicos del puesto de la esquina. Según sé, aún en los lugares donde hay otros días, aún en donde existen periódicos del miércoles o del jueves, los diarios traen las mismas noticias, aunque algún prurito periodístico los obliga a cambiar mínimamente los encabezados, los países en guerra, los funcionarios declarantes o los equipos de fútbol, para dar la impresión de que existen noticias nuevas.
Pero yo no tengo ni siquiera el consuelo de que cambie el número de muertos de un accidente ni se modifiquen los rostros de los personajes que llenan el puesto. "Saldremos de la crisis", leo día tras día.
Pasaré por la oficina como un fantasma, sin saludar, sin dirigirle la palabra a mis compañeros. Qué caso tiene, no soportaría escuchar los mismos saludos todos los días, las mismas frases hechas, copias de frases y copias de copias. "Cuida tu pinche carácter", me han dicho. Entraré a mi despacho, arrancaré la hoja al calendario y veré la misma fecha: martes 20 de febrero. Martes, ni te cases ni te embarques. Afortunadamente el Tiempo no se estacionó en un martes 13.
No modifico uno sólo de mis movimientos, tal vez por sospecha de que ocurra algo peor. Temo que si altero mínimamente lo que pasa día tras día, el Tiempo podría detenerse en una hora determinada o en un segundo. Sólo de pensar que un minuto de mi vida se repita implacable, tiemblo desesperado.
El trabajo me absorberá a lo largo de la mañana. Serán sólo un par de horas en que ejecutaré las mismas tareas con los mismos errores. Los mismos gritos a la estúpida secretaria que día tras día escribe "recivo". Si perfeccionara mis actos, si corrigiera paulatinamente mis fallos, alguien caería en la cuenta de lo que ha pasado. No, basta con que yo lo sepa.
Probablemente sean los únicos momentos agradables de este día perpetuo. Corrijo: son los únicos momentos en que no tengo conciencia de mi desgracia, en que no me siento atrapado en este día como una cárcel, martes-calabozo, prisión de horas.
Habré casi olvidado mi destino, cuando Pérez me tocará el hombro y me dirá hasta mañana. Entonces recordaré mi condena, saldré al estacionamiento, volveré a manejar mecánicamente entre automovilistas.
No quiero justificarme pero, acaso por la angustia de las acciones repetidas, me iré alterando con el correr de los autos y los minutos. Llego al punto más indeseable, más odiado de este odioso día. En medio de un embotellamiento de horas, giraré la cabeza y veré al tipo que toca el claxon como loco, cállate hijoeputa, las voces subiendo de tono, pues entonces bájate, cabrón, poca tu chingada madre.
Nuevamente, me sorprenderá ver cómo baja del carro con la llave de cruz en las manos, este tipo está loco, golpeando el parabrisas de mi carro.
Abriré la portezuela como en un trance. Trataré de señalarlo, de echarle en cara su idiotez, pero sin que yo sepa cómo, la pistola estará en mi mano (¿cuándo la saqué de la guantera?), pinche imbécil, suenan dos tiros y el tipo bizquea estúpidamente antes de caer frente a mí.
Lo que sigue transcurrirá tan rápidamente que no me daré cuenta: estoy en el suelo, dos hombres, tal vez más, me sujetan, una mujer grita a lo lejos, veo los zapatos correr a mi alrededor, llamen a la ambulancia, llamen a la policía.
No sentiré los golpes que me rompen la nariz ni recordaré más tarde mi declaración ante el agente del ministerio público. Estoy seguro que de un momento a otro me despertará mi mujer, se me pegaron las sábanas, ahorita está tu desayuno. Pero no, nadie me despierta, el día transcurre, me toman una foto que anexan al acta de mi detención.
El dolor de la nariz rota aumentará al quedarme solo en el separo. Por una ventana veo caer la tarde, advierto el calor que debe hacer afuera, pero siento el frío de mi celda. Estoy preso dos veces, en el cuarto húmedo y apestoso a orines, en el martes perenne, reiterativo.
Al llegar a este punto, pienso que lo que ha pasado es muy grave, pero pronto me doy cuenta que, por muy mal que me encuentre, siempre puedo estar peor. Golpean la puerta de metal, se abre una ventanita por la que un policía me "instruye de cargos", me informa de qué se me acusa, me dice que el tipo acaba de morir, estoy detenido por homicidio en agravio de fulano, ya te chingaste, cabrón.
Me acurruco en la celda, me empiezan a doler los dientes. ¿Dónde estará mi esposa? ¿Qué será de los niños? ¡Ni siquiera pude despedirme de ellos!
Enumero los hechos que me trajeron hasta aquí, quisiera no haber comprado la pistola, no haberle hecho caso a ese loco. El sueño me vence, alcanzo a ver la luna por la ventana, se acabó otra vez este maldito día. Pienso en domingos solariegos, en lunes de aburrimiento en la oficina, en el mundo exterior, perdido para siempre.

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