Mi cadáver



LE GUSTABA DESAYUNAR CON EL DIARIO. Era uno de sus escasos momentos de tranquilidad a lo largo del día. Le gustaba el olor de la mantequilla derretiéndose lentamente sobre el pan tostado. Le encantaba sentir sobre la nariz el vapor que salía de la taza de café y cómo el líquido tibio le mojaba los bigotes, que limpiaba rápidamente, antes que el difícil clima de septiembre lo enfriara y lo hiciera estornudar.
Era tanto el gusto por el diario en el desayuno que, con sólo un pequeño esfuerzo, podía imaginarse comiendo las hojas una por una, ya fuera untada de mantequilla la plana de sociales o remojada en el café la sección de deportes. No lo hacía porque el periódico era una barrera, una pequeña muralla con la cual se aislaba de su esposa. La podía imaginar al otro lado, la bata de dormir irremediablemente descosida, los cabellos en meticuloso desorden.
Adivinaba que en el momento que dejara el diario sobre la mesa, ella volvería a acosarlo con su insistencia, pide un aumento de sueldo, ya no nos alcanza para nada, dijiste hace un mes que hablarías con tu jefe.
Fingía leer el periódico, brincando de una foto a otra, retardando la perorata de su esposa, leyendo ocasionalmente los encabezados. Pero esta vez ella no esperó. Atravesando la débil barrera de papel, escuchó su voz avinagrada:
-¿Ya hablaste con tu jefe?
No depuso su actitud. Trató de guardar compostura. Para no demostrar su mortificación, habló mirando las hojas del diario.
-Ayer estuve a punto de hacerlo -ensayó con voz amable. Inclusive, hice antesala en su oficina. Pero hubo una junta urgente y ya no le fue posible atenderme.
Su imaginación, de suyo pobre, se desgastaba de excusa en excusa. ¿Cómo decirle que no podía plantear tal cosa a su jefe, que continuamente lo reprendía por su trabajo, que no desarrollaba a satisfacción? "X -le había dicho- no quiero tener más quejas de usted. Me dicen que es déspota, que trata a la clientela con grosería. Piénselo, no hay muchos empleos como éste."
Casi vio a su mujer, a través del diario, jalándose las solapas de la bata harapienta.
-¡Puros pretextos! ¡Tienes catorce años en la empresa y ganas casi lo mismo que cuando entraste! ¡No piensas en mí, ni en tus hijos, ni/
Cerró los oídos. La frase es metafórica, pero al cabo del tiempo había aprendido a hacerlo tan bien que casi podía sentir cómo se doblaban sus orejas para cubrir sus oídos. Trató de aislarse nuevamente en el periódico y eso lo hizo caer accidentalmente en la sección de policía.
Al ver la fatal noticia tuvo que colocar el diario sobre la mesa. Su rostro debe haber adquirido una expresión angustiosa, porque su esposa calló de repente, para preguntarle qué ocurría.
-Parece que encontraron mi cadáver.
Su esposa cambió de actitud. Casi comprensiva, lo tomó de la mano y le dijo:
-Debe ser un error. Pide permiso en tu trabajo y ve a la Morgue, para aclarar el asunto.
Llamó por teléfono. "Es más fácil pedir disculpas que pedir permiso", se dijo con cinismo autocomplaciente, sintiendo que por un momento era él quien trataba con desdén a su jefe, quien tomaba la batuta, aunque sólo a larga distancia, sin atreverse a dar la cara.
Curiosamente, el administrador del negocio no chistó. Siendo algo tan grave, ni siquiera ese capataz con corbata, ese microscópico patán, se había atrevido a chistar. "Atienda ese asunto, X. Pero si, como espero, todo es una falsa alarma, mucho le agradeceré que se presente inmediatamente a su puesto con toda diligencia".


LLOVIZNABA. PODÍA SENTIR SOBRE SU CABEZA NUBES NEGRAS, tal vez de smog, revolviendo las ideas opresivas que cruzaban por su mente. Caminó mirando el suelo, como si con eso pudiera evitar la lluvia.
Al llegar al depósito de cadáveres lo recibió una enfermera hosca, sentada tras un escritorio. Fingió ser amable. No hubiera podido tratar mal a una persona que como él tenía que lidiar con toda clase de desconocidos.
-Disculpe, me dijeron que habían encontrado mi cadáver.
-Camine hasta el fondo del pasillo. Pregunte por el forense, se llama Miguelito.
Era un largo pasillo, estrecho y sin puertas, el piso muy pulido, las paredes limpias, salvo ciertas manchas producto de la humedad. Entró a un cuarto que más que sala de operaciones parecía la cocina de una fonda.
Preguntó por el doctor Miguel. Se le hizo ridículo que un hombre acostumbrado a lidiar con cadáveres se llamara Miguelito. Del fondo del cuarto surgió la vocecilla del forense.
-¿Qué quiere?
-Me dijeron que habían encontrado mi cadáver.
-¿Cómo se enteró?
-Lo leí en el diario.
Le pareció molesto que el así llamado Miguelito no se dignara a mirarlo al preguntarle. Actuaba como si en efecto estuviera muerto y careciera de sentido dirigirse a él. Su inocultable tufo alcohólico le pareció una muestra de lo mal que andaban las cosas dentro de la administración pública. ¡Encargar a un ebrio asuntos tan delicados!
-La cosa sería muy simple -dijo el forense arrastrando la voz. Usted me acompaña al refrigerador, le muestro los cadáveres y me dice cuál es el suyo.
¡Vaya! Muy simple, decía este cuidamuertos. Pero tendría que repasar una pequeña galería de horrores para, tal vez, encontrarse con que ya estaba muerto. ¿Y qué hacer entonces? ¿Cómo decírselo a su esposa, a sus hijos? ¿Cómo explicarles que los dejara en una situación económica tan comprometida, sin ningún patrimonio, sin siquiera un seguro de vida? El que este tipo lo creyera tan fácil lo irritó sobremanera. Trató de mantener la calma. Finalmente, si en efecto estaba muerto, el que se molestara o no, sería intrascendente para el resultado.
-Siendo tan sencillo, por qué no lo hacemos y listo.
-Digo que sería muy simple. Sin embargo, hay algunos trámites previos que debe hacer.
Un burócrata. Sólo a un burócrata se le ocurriría hablar de trámites cuando estaba en juego su propia vida. Hizo un gran esfuerzo para no decir lo que pensaba de aquel sujeto.
-Primero, debe pedir una autorización para ver los cadáveres. Ésta se consigue en la jefatura del Servicio Forense y sólo ante el médico forense en jefe. Debe llevar una identificación oficial con fotografía reciente.
-Si eso es todo, no hay problema. Tengo la identificación y puedo hablar con el forense jefe. Si me indica dónde...
-Pero con el forense jefe podrían surgir nuevas contrariedades: estudios, peritajes. En cambio, si usted quiere que arreglemos esto de manera más rápida...
Corrupto. No sólo tendría que pasar el trago amargo de identificar su propio cadáver, sino que aparte tendría que darle una mordida a este sujeto. No, ni podía hacerlo ni lo haría.
-Hablaré con el jefe forense o como se llame y arreglaré las cosas por la buena. Y le haré a usted el favor de no mencionar nada del asunto.
La mirada de Miguelito se cargó de lástima rencorosa.
-Puede hablar con quien quiera. Y perder su tiempo y su dinero en trámites inútiles. Pero a final de cuentas, tendrá que venir aquí y sólo yo seré quien le abra la gaveta. Y si está muerto, tendré mucho gusto en despanzurrarlo y hacerle la autopsia.
Sonaba a broma, pero había un brillo malévolo en los ojos de Miguelito. Limpió sus lentes en el saco negro, pringoso de mugre y le mostró a X algo que casi lo hizo vomitar.
-La ley nos permite utilizar algunos cadáveres para prácticas y disecciones. Observe estas fotos.
¿Eran verdaderamente prácticas médicas? A los cadáveres se les había arrancado la piel a zarpazos, con cortes irregulares que no podían proceder de instrumental quirúrgico alguno. Ciertas partes de su anatomía, venas, arterias, vísceras, se resaltaban grotescamente con tinturas azules y rojas. Los cuerpos disecados parecían hacer muecas de dolor.
-Vaya pues, don X -amenazó Miguelito. Pero aquí estaré, listo para pintarle las venas con azul de metileno -y se rió de buena gana.
Miró al hombrecillo midiendo el valor de sus palabras. Algo en el fondo de X se removió y un súbito ataque de dignidad inflamó su pecho. No, era absurdo que su destino estuviera en manos de este tablajero y no se iba a intimidar por unas fotos que podían ser un mero fraude.


DANDO TUMBOS ENTRE PASILLOS Y ESCALERAS, llegó al fin a la oficina del jefe del servicio forense.
La puerta estaba entreabierta y esto lo invitó a pasar sin anunciarse. El así llamado forense en jefe estaba forcejeando sobre su escritorio con una mujer joven, cuyas largas piernas lo abrazaban por la cintura.
-¿Es usted el jefe del forense? -preguntó X con la voz más neutra y sin acentos que podía.
Sorprendido, el doctor se incorporó, mientras la mujer se acomodaba la falda y cerraba su blusa. Otro tanto hizo el forense en jefe, cerrándose apresuradamente la bata.
-¿Quién rayos es usted? ¿Por qué entra sin llamar?
-Vengo de tener un penoso encuentro con el forense Miguelito -dijo X, seguro de dominar la situación. Se ha negado a abrir la gaveta del frigorífico argumentando una serie de tonterías.
-Explíquese, por favor. ¿Por qué usted le pidió a Miguelito que abriera una gaveta y por qué supone que él debería de hacer lo que usted le ordenara?
-Bien. En el periódico leí que habían encontrado mi cadáver. Para cerciorarme he ido a la Morgue y...
-Ya. Comprendo perfectamente. Pero entonces ¿por qué ha venido acá?
-El forense Miguelito me dijo que usted debería de extenderme un permiso o de lo contrario, debería darle un soborno.
-¿Eso dijo? Vaya, pues sí que está raro. Nuestras autoridades han realizado una reforma para moralizar a la administración pública. La corrupción es cosa del pasado y el trabajo de los funcionarios es vigilado celosamente por la contraloría.
-¿La escena de hace rato es parte de esta moralización?
Dijo esto como tratando de asestar un golpe definitivo, aunque apenas lo hubo dicho se sintió un tanto ingenuo. Era obvio que el forense en jefe se estaba disculpando y decía todo eso de la moralización no porque lo creyera o porque tratara de convencer a X, sino como una mera defensa.
-Olvidemos el incidente -replicó el médico en son de paz. La señorita aquí presente redactará el permiso, yo lo firmaré y con ello todo quedará resuelto. ¿Qué le parece?
-Le agradezco su atención -respondió X en un tono voluntariamente solemne e hipócrita a la vez. Muy a su pesar comprendió que finalmente había dado un soborno, en forma de su silencio.
La secretaria, apenada, escribía con la cabeza gacha, tratando de taparse la cara con el cabello mientras redactaba el escrito. Luego lo pasó a su jefe, para que éste lo leyera y finalmente lo signara. En el momento que ella se puso de pie, pudo reconocerla. Era una vieja amiga, a la que lo había ligado un sentimiento muy especial.
-¡ Z ! ¡Tantos años sin vernos! ¿Qué ha sido de tu vida?
X sintió que algo tibio, como un trago de café, le recorría el pecho. Una gran amargura lo hostigó, tratando de adivinar cómo habría sido su vida si en vez de casarse con la que ahora era su esposa, lo hubiera hecho con Z. Acaso lo más triste para él fuera el verla en su actual situación, como amante de su jefe.
-A veces me acuerdo de ti -confesó, ignorando la presencia del forense en jefe. Pienso en lo que habría pasado si yo...
-Olvídalo. Somos el producto de nuestras decisiones y de nuestras indecisiones. Y no creas que soy menos infeliz que tú, en esa indigencia emocional que es tu vida de casado.
Le extrañó esa afirmación. ¿Sería posible que el tedio de su matrimonio fuera tan grande que cualquier persona lo pudiera notar en su rostro? Un sentimiento mezquino lo hizo sentirse mejor, al saber que ella tampoco era feliz.
-Somos a un tiempo, lo que quisimos y lo que no quisimos ser -confesó, a manera de disculpa. Yo acepté con resignación mi naturaleza cobarde, aunque no acabé de aceptar mi destino.
-¿Todavía me quieres? -inquirió ella.
La pregunta era antinatural y hasta impertinente y trasladó a X a un pasado que se había propuesto olvidar. Pero, igual que ahora las palabras se le enredaban en la garganta, en aquella época, en un pasado sin cronología, él tampoco había enfrentado una situación que hoy se le hacía infantil y que entonces le había parecido insalvable.
-Hay un momento en que todo puede ocurrir -dijo él con tristeza- en que las cosas pueden alcanzarse con sólo estirar la mano. La madurez consiste en aceptar que ese tiempo ha pasado y admitir las cosas, por terribles que parezcan. Ya ves, probablemente yo esté muerto sin saberlo.
-Si es así, resuelve tus problemas. Créeme, yo ya resolví los míos. -contestó Z.
Entonces ambos cayeron en la cuenta de dónde se encontraban y voltearon hacia el forense en jefe, que había estado ausente de toda esta plática.
-Aquí tiene la autorización, señor X -manifestó con amabilidad. Y le ruego que disculpe todos los inconvenientes.
-Por el contrario, fue un placer.


VOLVIÓ A LA MORGUE CON AIRE DE TRIUNFO. Tenía por fin el permiso para abrir el refrigerador. Pidió hablar con Miguelito, dándole un aire familiar a su voz, como si se tratara de un viejo amigo al que fuera a saludar.
-Mi estimado galeno, tengo la autorización del jefe de los forenses. Y ahora, quiéralo o no, tendrá que abrir ese compartimento.
-Bien. Llene esta forma y acompáñeme al refrigerador. Y por cierto, no soy doctor.
Después de anotar sus generales, X caminó hasta un cuarto contiguo. Ahí estaban las gavetas del frigorífico, tal como las viera en una película.
-Éste siempre es un momento difícil -dijo Miguelito con molestia mal disimulada. Hay personas que no lo resisten y se desmayan. Los más, sufren ataques nerviosos. ¿Cree usted que lo puede resistir?
"Mata más la duda que el desengaño", pensó. No sólo lo podría resistir, sino que deseaba hacerlo. Quería saber de una vez por todas la verdad, por triste que fuera.
-Claro -dijo adoptando un aire de seguridad- acabemos con esto de una vez.
Esperó lo peor. Oyó con pánico el chirriar del cajón. Sin embargo, un minuto después suspiró con alivio.
-No, no soy yo.
-¿Está seguro?
Fijó su atención en el cadáver que se le mostraba. Un hombre de treintaitantos años, sin rasgos notables, acaso parecido a él mismo. Hinchado, de piel ligeramente verdosa, su rostro tenía una expresión de absoluto cansancio, de fastidio total. "Parece que ni muerto puede uno descansar", pensó X.
-No, es claro que no soy yo. ¿De dónde sacaron esa idea?
-Quizá traía documentos a su nombre, quizá una identificación. Creo que eso no tiene importancia.
Cerró la gaveta de un empujón. Luego se volvió hacia X, despidiéndose con una nueva amenaza.
-Por hoy, puede estar tranquilo. Pero piénselo: más tarde o más temprano tendrá que pasar por mis manos. Siempre lo estaré esperando.
Ni siquiera se volvió para responderle. ¿Qué se creía este tipejo, que viviría eternamente, que sería una especie de aduana inevitable? Tantas cosas podían pasar que acaso fuera el cadáver de Miguelito el que cayera en manos de X.


TODAVÍA ESTABA A TIEMPO DE VER UNA VIEJA PELÍCULA en la televisión y tomar una taza de café.
-Ya llegué, vieja. Y ¿qué crees? todo fue una error. Ése no era mi cadáver.
El rostro de ella cambió, pasando de la curiosidad o la aflicción, a la decepción y la molestia.
-¿Y eso qué quiere decir? -dijo recuperando su voz avinagrada, jalando las solapas de su bata descosida. ¿Que mañana hablarás con tu jefe del aumento de sueldo? Porque yo ya no tengo ropa ni tus hijos tienen/
Levantó el diario lentamente y cerró los oídos. Ansioso, se dirigió a la sección de policía. "¡Estúpido!", pensó "¿por qué no dije que sí era mi cadáver?"

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