La vida en el espejo



Los espejos y la cópula son abominables,
porque multiplican el número de los hombres

Borges


AHÍ ESTABA, IMITÁNDOME, TRATANDO DE SEGUIR MIS MOVIMIENTOS, fingiendo ser mi imagen en el espejo. Sin embargo, era obvio que el anciano en el azogue no era mi reflejo, no podía serlo. Aún más, parecía molesto y hasta desesperado, tratando de seguir mis ademanes, moviendo las innumerables arrugas de su cara, en un infructuoso intento de gesticular como yo. A veces, inclusive, se olvidaba de parodiar mi rostro y me dirigía una mirada de rencor, cuando rebasaba la velocidad de sus añejos músculos y lo evidenciaba, al movernos anacrónicamente.
Lo que más lamentable era realizar una actividad que a él le era imposible ejecutar. Cuando me peinaba, por ejemplo, no podía reprimir una mueca de dolor al tallar el peine sobre su cráneo lampiño.
Su aspecto: su cabeza carecía de pelo y en su rostro se acumulaban surcos y pliegues carnosos, hasta casi ocultar sus ojillos de ratón. Me miraba fijamente: un tono rojizo le confería a sus ojos el aspecto de granos de café. De las mangas de su apolillado abrigo (que traía perpetuamente, sin importar si yo me encontraba vestido de otra forma o aún desnudo) salían sus aún más intrigantes manos, blancas, lisas, como si fueran de cera. Sus uñas estaban pintadas de negro o acaso carcomidas por alguna enfermedad. Jamás lo vi parpadear.
Se lo dije a mi esposa: ahí está, día tras día, mirándome, y no sé por qué. Es un viejo enjuto, jorobado y pelón. Sus manos de cera tienen pintadas las uñas. No soy yo, es claro que no soy yo.
Tartamudeaba, buscando las palabras; ante ella me costaba un enorme trabajo reconocer que el viejo estaba ahí, sin que yo pudiera saber por qué. Para qué. Buscando qué.
- Cálmate, no tienes que ponerte así.
- Me tratas como a un niño, como a un loco.
- Mi amor, estás muy alterado, yo no he visto/
- El anciano del espejo existe, aunque no lo veas. Quién es, qué quiere, quisiera saberlo.
Acabé por tapar las lunas del tocador y del ropero. Puse unas gruesas cortinas para librarme del vejestorio. Terminé odiando mi imagen, evitando verme en las ventanas, en los charcos, en las tazas de café. Nunca lo vi ahí, pero temía encontrarme con el viejo y sus ojillos de ratón.
- Esto no puede continuar. Estás obsesionado con ese asunto del anciano. No has dormido bien, estás trabajando demasiado. Deberías ir al médico/
- ¿Y qué le digo? ¿Que hay un vejete que vive en los espejos y que me imita y que sólo yo veo? Me tomará por loco. Si pudieras verlo. Me mira estúpidamente, como si me estuviera preguntando algo. Saca de las mangas de su abrigo sus horribles manos de cera. Su rostro tampoco tiene color. Probablemente tenga vitíligo o haya sufrido alguna quemadura. Es repugnante, ya no puedo seguir viéndolo.
Ella me tomó de las manos e hizo un ademán de que me sentara a su lado, como si me quisiera decir algo muy íntimo, que en el fondo la apenara. Pensé ridículamente que se me iba a declarar.
- Si tú ves al viejo, es algo que a mí no me importa. He aprendido a verte de una forma tan... íntima, que aunque tú fueras el anciano, las cosas no serían diferentes. Además, nunca has tenido miedo a esas cosas. Recuerda: éramos casi adolescentes, jugábamos en un huerto de higueras. Nos tirábamos en la tierra, mirando las nubes y tratando de adivinar cómo seríamos a los 30, a los 40 años. Al nacer nuestro primer hijo nos tomamos aquella foto. Tú dijiste: "cuando era niño, pensaba en ser adulto como algo infinitamente lejano. Ahora me miro al espejo y veo a un señor gordo, casado y con un bebé en brazos. No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague". Probablemente tú veas a un anciano decrépito, pero yo, cuando veo el espejo, veo tu rostro joven, casi tanto como cuando nos conocimos.
Reflexioné en lo que me decía y giré la cabeza para observar el espejo cubierto por la cortina. De repente sentí vergüenza. Arranqué el trapo, esperando descubrir nuevamente mi imagen de siempre. Y así era: cuando miré el espejo, pude verme tal como cuando nació mi hijo. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Junto a mí estaba ella, también joven, igual que en una vieja foto que colgamos de la pared de la sala.
Pero al ver mis manos, temblorosas, blancas como la cera, casi lloré. De mis ojillos redondos, enrojecidos, ojos de ratón, salía una débil mirada rencorosa. Me acerqué al cristal y apoyé las manos en su superficie lisa y fría. Quise imitar al otro, al hombre que me veía sonriente al lado opuesto del cristal. Una débil oleada de resignación me permitió desencorvarme un poco.
Pensé: "¡diablos! ¡Cómo me gustaría estar otra vez ahí, afuera del espejo!"


Para Soco, seis años después

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